Tal como afirma el propio J. J. Benítez, adelantar el argumento y la naturaleza de Caballo de Troya es quebrar el desconcertante misterio que encierran sus páginas. Podemos apuntar, eso sí, que para la elaboración de esta obra el autor se ha basado en una documentación real, depositada hace años en Estados Unidos. Una documentación que pone al descubierto multitud de datos nuevos sobre la figura y obra de Jesús de Nazaret. Podemos asegurar que -tal y como sospecha buena parte de la humanidad- las grandes potencias ocultan muchos de sus proyectos especiales y militares y Caballo de Troya es una prueba más de ello.
Fragmento del libro, Caballo de Troya 1 Jerusalén:
El diario
Hoy, 7 de abril de 1977, al año de mi retiro voluntario a la selva del Yucatán, una vez conocida la muerte de mi hermano... y al cuarto año de nuestro regreso del «gran viaje», pido humildemente al Todopoderoso que me conceda las fuerzas y vida necesarias para dejar por escrito cuanto sé y contemplé -por la infinita misericordia de Dios- en Palestina.
Es mi deseo que este testimonio sea conocido entre los hombres de buena voluntad -creyentes o no- que, como nosotros, caminan a la búsqueda de la Verdad.
Sé desde hace más de un año -como también lo supo mi hermano en el «gran viaje»- que mi muerte está cercana. Por ello, siguiendo sus reiteradas peticiones y los cada vez más firmes impulsos de mi propia conciencia, he procedido a ordenar mis notas, recuerdos y sensaciones. Espero que la persona o personas que algún día puedan tener acceso a este humilde y sincero diario hagan suya mi voluntad de permanecer, como mi hermano, en el más riguroso anonimato. No somos nosotros los protagonistas, sino «ÉL».
No es fácil para mi resumir aquellos años previos a la definitiva puesta en marcha del «gran viaje». Y aunque nunca ha sido mi propósito desvelar los programas y proyectos confidenciales de mi país, a los que he tenido acceso por mi condición de militar y miembro activo -hasta 1974- de la OAR (Oflice of Aerospace Research)1, entiendo que antes de ofrecer los frutos de nuestra experiencia en Israel, debo poner en antecedentes a cuantos lean este informe de algunos de los hechos previos a aquel histórico enero de 1973.
Debo advertir igualmente que, dada la naturaleza del descubrimiento efectuado por nuestros científicos y las dramáticas consecuencias que podrían derivarse de una utilización errónea o premeditadamente negativa del mismo, mis aclaraciones previas sólo tendrán un carácter puramente descriptivo. Como he mencionado antes, no es el medio lo que importa en este caso, sino los resultados que gozosamente tuvimos a bien alcanzar. Descargo así mis escrúpulos de conciencia y confío en que algún día -si la humanidad recupera el perdido sentido de la justicia y de los valores del espíritu- sean los responsables de este sublime hallazgo quienes lo den a conocer al mundo en su integridad.
Fue en la primavera de 1964 cuando, confidencialmente y por pura casualidad, llegó hasta mis oídos la existencia de un ambicioso y revolucionario proyecto, auspiciado por la AFOS! y la AFORS2 y en el que trabajaba desde hacía años un nutrido equipo de expertos del Instituto de Tecnología de Massachusetts.
Yo había sido seleccionado en octubre de 1963, con otros trece pilotos de la USAF, para uno de los proyectos de la NASA. En mi calidad de médico e ingeniero en física nuclear, y puesto que seguía perteneciendo a la OAR, me encomendaron un trabajo específico de supervisión del llamado VIAL o Vehículo para la Investigación del Aterrizaje Lunar. En la mencionada primavera de 1964, dos de estas curiosas máquinas voladoras -en las que se iniciaron los primeros ensayos para los futuros alunizajes del proyecto Apolo- llegaron al fin al lugar donde yo había sido destinado: el Centro de Investigación de Vuelos de la NASA, en la base de Edwards, de las fuerzas aéreas norteamericanas, a ochenta millas al norte de Los Angeles.
Si en Jerusalén. Caballo de Troya 1 se afirmaba que los evangelistas no habían contado la verdad sobre el Nazareno, en esta nueva obra vuelve a demostrarse. Y J. J. Benítez lo hace en otros dos oscuros y fascinantes capítulos de la vida de Cristo: sus apariciones después de muerto y su infancia. Conozca cómo se preparó este segundo «traslado» a la Palestina del año 30. Sepa también «algo» que el mundo ha ignorado: el diabólico plan ruso-norteamericano Rapto de Europa. En cuanto a los descubrimientos de Jasón en esta segunda «exploración», he aquí algunos de los que desvela Masada. Caballo de Troya 2: sabía usted, por ejemplo, que en la llamada «última cena» muchas de las palabras del Galileo fueron manipuladas e ignoradas por los sucesores de san Pedro? Sabía que las apariciones del Maestro después de su resurrección fueron más numerosas que las relatadas por los Evangelios? Imaginaba usted que María, la madre del Hijo del Hombre, habría sido calificada hoy como «nacionalista»?...
Fragmento del libro, Caballo de Troya 2 Masada:
El diario
(SÉGUNDA PARTE)
5 horas y 43 minutos.
Sesenta segundos después del despegue, el ordenador central -nuestro querido Santa Claus- respondió con su habitual eficacia y minuciosidad, estabilizando la “cuna” en la cota prevista (800 pies) para el inmediato y delicado proceso de “inversión de masa” de la nave que debería trasladarnos a nuestro tiempo: al siglo XX. Más exactamente, al 12 de febrero de 1973.
Eliseo y yo cruzamos una significativa mirada. Absorbidos en los preparativos para el despegue, mi hermano en aquel primer “gran viaje” y quien escribe, apenas si habíamos tenido ocasión de comentar mis últimas y desgarradoras experiencias al pie de la cruz y en las tensas horas que precedieron al amanecer del domingo, 9 de abril del año 30. Cuando, al fin, hacia las 04 horas abordé el módulo, mi rostro debía ser tan elocuente que Eliseo se mantuvo en un respetuoso y prolongado silencio. Y una vez más me sentí aliviado y agradecido por su exquisita delicadeza.
Recuerdo que, mientras procedía a desembarazarme de las sudadas y ya malolientes ropas que me habían ayudado en mi papel como mercader griego, mi compañero, por propia iniciativa, puso en marcha la grabación registrada durante la llamada “última cena”. (Como ya indiqué en otro momento del presente diario, yo no había tenido ocasión de escucharla.) Y en silencio, hasta las 05 horas, ambos nos dejamos arrastrar por la voz del rabí de Galilea: dulce, firme y majestuosa. Conociendo, como conocíamos, toda la dimensión de la tragedia que acababa de producirse, los consejos y recomendación de Jesús a sus íntimos aparecieron ante mí con una fuerza y luminosidad indescriptibles. Como creo haber insinuado ya anteriormente, excepción hecha de Juan, el Evangelista, el resto de los escritores sagrados no acertaría a transcribir con fidelidad ni los hechos ni el sentido de aquella memorable cena de despedida. Pero debo dominarme. Es necesario que sepa controlar mis emociones y el caudal de sucesos que se agolpa en mi cerebro y, en beneficio de una mayor claridad, proseguir mi relato bajo el más estricto orden cronológico. Espero que aquellos que lleguen a leer mi legado sepan comprender y perdonar mis continuas debilidades y torpezas...
A partir de las 05 horas -a 42 minutos del alba-, Eliseo y yo, enfundados en los reglamentarios trajes espaciales, nos entregamos en cuerpo y alma a una exhaustiva revisión de los equipos, prestando una especialísima atención a la fase crítica de despegue. Aunque, como ya señalé en su momento, los técnicos del proyecto habían programado el mencionado despegue, posterior “estacionario” de la nave y retorno de los ejes del tiempo de los swivels de forma automática, una punzante y lógica duda nos mantenía en tensión. ¿Y si fallaba cualquiera de las delicadas maniobras ya citadas? ¿Qué sería de nosotros?
Probablemente fue esta temporal pero creciente excitación la que me rescató en aquellos momentos de la profunda angustia que había anidado en mi corazón a raíz de los once y agitados días que había vivido en aquel Israel del año 30. Una angustia -lo adelanto ya- que me marcaría para siempre... 05 horas y 41 minutos...
El computador central, de acuerdo con lo programado, accionó electrónicamente el dispositivo de incandescencia de la “membrana” exterior de la nave, eliminando así cualquier germen vivo que hubiera podido adherirse al blindaje de la “cuna”. Esta precaución -como ya expliqué- resultaba vital para evitar la posterior inversión tridimensional de los referidos gérmenes en uno u otro “tiempo” o marco tridimensional. Las con secuencias de un involuntario “ingreso” de tales organismos en “otro mundo” podrían haber sido nefastas.
05 horas... 41 minutos... 30 segundos.
Mi compañero y yo -pendientes de Santa Claus- captamos la rápida aceleración de nuestras respectivas frecuencias cardiacas. 120 pulsaciones!... - 130!... Estábamos a 15 segundos de la ignición.
05 horas... 42 minutos.
Oh, Dios mío!
Nuestras frecuencias cardíacas alcanzaron el umbral de las 150 pulsaciones.
El motor principal no respondía...
05 horas... 42 minutos... 3 segundos.
¡Vamos!... ¡Vamos! ¡Estamos listos!
Eliseo y yo, con la voz quebrada, empezamos a animar al perezoso J85. Fueron los segundos más largos y dramáticos de aquella última fase de la operación.
05 horas... 42 minutos... 6 segundos.
Una vibración familiar sacudió el módulo, al tiempo que mi hermano y yo conteníamos la respiración. Al fin, la turbina a chorro CF-200-2V fue activada, elevando la nave con un empuje de 1 585 kilos.
05 horas... 43 minutos...
Sesenta y seis segundos después del despegue, una vez alcanzados los 800 pies de altitud, los cohetes auxiliares, también de peróxido de hidrógeno y con 500 libras de empuje máximo cada uno, estabilizaron el módulo, controlando su posición.
En esta tercera parte del diario del mayor USA que "viajó" a la Palestina de Cristo, el lector, entre otras fascinantes sorpresas, encontrará la respuesta a una de las grandes incógnitas de la vida del Hijo del Hombre: su infancia. "Algo" que los evangelistas silenciaron, privándonos de una perspectiva más auténtica sobre la más grande figura de la Historia. Nadie, hasta hoy, había tenido la audacia suficiente para atreverse a narrar, paso a paso, cómo fueron esos primeros años de la encarnación humana del Hijo de Dios. Una vida tan inquietante, alegre, dolorosa e intensa como la de millones de seres humanos. Podía imaginar, por ejemplo, que Jesús vivió más de dos años en Alejandría? Sospechó alguna vez que Jesucristo era amante de la música y del dibujo? Qué ocurrió realmente, a sus doce años, en el templo de Jerusalén? Saidan. Caballo de Troya 3, además, le ofrece una singular narración de las apariciones de Jesús en el lago Tiberíades, así como una desconcertante descripción de su "cuerpo glorioso". Como escribe J. J. Benítez en esta nueva y polémica obra, "si sus principios religiosos se hallan definitivamente cristalizados y no se siente con fuerza para evolucionar, por favor, no lea Saidan. Caballo de Troya 3".
Fragmento del libro, Caballo de Troya 3 Saidan:
El diario
(TERCERA PARTE)
«Otoño de 1978. Estoy perdiendo el sentido del tiempo. Presiento el final. Ya nada me preocupa. Sólo terminar. La vida y el aliento se escapan. Pronto me reuniré con mi "hermano". Pero antes, ¡oh Dios misericordioso!, dame fuerzas para concluir lo empezado. ¡Es tanto lo que aún resta por rememorar y dejar escrito!
»Hoy, cuando me dispongo a retomar el hilo de nuestras experiencias y exploraciones en la Palestina de Jesús de Nazaret -bendita sea su memoria , sigo sin conocer al hombre o mujer que deberá custodiar y difundir cuanto llevo anotado y que, ése es mi único fin, pretende reflejar, torpe y pobremente, lo sé, la maravillosa "luz" del Maestro. Ni siquiera tengo la certeza de que estas apresuradas memorias lleguen a ser leídas. No obstante, tal y como aprendí de Él, debo confiar en la mano diestra y amorsa del Padre. Él tiene un plan para cada uno de nosotros. Él, por tanto, sabrá cómo y cuándo hacer llegar cuanto aquí se narra a quienes, en verdad, están sedientos de su palabra.
»Y antes de sumergirme de nuevo en la apasionante aventura de este par de locos" en las altas tierras de la Galilea, solicito la benevolencia y comprensión de cuantos acierten a leer esta especie de Diario. Seguramente, un consumado escritor lo habría hecho con más acierto y brillantez. Creo, asimismo, que estoy en deuda con ese todavía anónimo destinatario de cuanto llevo escrito y de lo que, espero, me queda por contar. El brusco final que precede a lo que ahora me ocupa no ha sido gratuito. Ni debe ser interpretado como el capricho de un hombre senil o decadente. Lo que nos tocó vivir y presenciar en Palestina, a partir de aquel inolvidable domingo, 16 de abril del año 30 de nuestra era, resulta tan espectacular y decisivo que, honradamente, he creído necesario adoptar un máximo de precauciones. Ese criptograma, que en cierta medida cierra la primera fase del segundo "salto" de la Operación Caballo de Troya, sólo pretende salvaguardar nuestro "tesoro". Y ha sido concebido de tal forma que, al igual que en el primero de los enigmas, sólo una persona sedienta de conocimientos y dispuesta a arrostrar toda suerte de riesgos y sacrificios esté capacitada para desentrañarlo y, finalmente, respetando su contenido, darle el tratamiento justo. Estoy seguro que ese anónimo y no menos loco" personaje sólo puede ser un entusiasta de Jesús de Nazaret. En ello confío.»
Sólo la prodigiosa audacia de J. J. Benítez podía materializar un libro como el que usted tiene en las manos. Hasta estos momentos, ningún otro autor en el mundo se ha atrevido con el faraónico proyecto de descubrir -paso a paso y con un rigor histórico-científico más propio de una tesis doctoral que de una novela- la vida de Jesús. Nazaret. Caballo de Troya 4 abarca los llamados "años ocultos" del Maestro. No existe, hasta hoy, obra alguna que dibuje la aldea de Nazaret y sus gentes como el presente documento. En una sucesión de peripecias -más cercanas al cine que a la literatura-, el mayor de la USAF que investiga la encarnación de Jesucristo en la Tierra reconstruye una de las más oscuras y fascinantes etapas del que fue carpintero, jefe de un almacén de aprovisionamiento de caravanas, maestro, forjador e impenitente viajero. Todo un período -de los catorce a los veintiséis años- decisivo para comprender en su justa medida la experiencia humana del Hijo de Dios. Un trascendental capítulo, ignorado por los evangelistas, que no le dejará indiferente. Y una recomendación. Por su propio bien, haga un esfuerzo y sea fiel al hilo de la narración. Por nada del mundo se adelante a leer el final.
Fragmento del libro, Caballo de Troya 4 Nazaret:
El diario
(CUARTA PARTE)
Debí suponerlo. Después de casi nueve horas de intenso y accidentado viaje, aquel respiro no era normal. Y al pisar el polvoriento sendero que se empinaba hacia la blanca y próxima Caná, el optimismo de los peregrinos se hizo humo, perdiéndose en el borrascoso y amenazante cielo de aquel lunes, 24 de abril del año 30. Y surgió la tragedia. Y quien esto escribe se vio enfrentado a otro amargo trance...
Con toda seguridad, nada de aquello habría acontecido si el confiado Bartolomé, en lugar de detener su desigual paso, hubiera proseguido hacia la ya inminente y ansiada aldea, punto final de su viaje. Pero, ¿quién tiene en su mano modificar los designios de la Providencia?
Días más tarde, al retornar al módulo y someter el minúsculo disco magnético alojado en la sandalia «electrónica» al proceso de lectura y decodificación, Santa Claus, nuestro ordenador central, ratificó con escrupulosa minuciosidad el lugar exacto donde se registró el lamentable incidente: a 19 kilómetros y 500 metros del lago de Tiberíades.
En dicho paraje, a la vista de su ciudad natal, Bartolomé (Natanael), en una muy humana y comprensible explosión de júbilo, detuvo sus cortas e inseguras zancadas. Alzó los brazos y, al caer sobre los hombros, las amplias mangas de su túnica dejaron al descubierto unas extremidades tan menguadas como velludas y musculosas. Y girando sobre los talones nos sorprendió con una de sus inconfundibles sonrisas: franca, interminable y enturbiada por una dentadura negra y ulcerada.
Juan Zebedeo, la Señora y este explorador agradecieron la inesperada pausa. Y Bartolomé, encarándose a los cielos, clamó con gran voz:
-Las puertas se revuelven en sus quicios..., así el perezoso en su cama..., y tú, Caná, sobre la dorada abundancia..., pero te amo.
Conforme fui penetrando en la vida de aquellos hombres -los llamados «íntimos » de Jesús-, mi sorpresa creció sin medida. Natanael era el ejemplo más cercano. Culto, filósofo y con un singular sentido del humor, acababa de hacer suyo un símil didáctico del libro de los Proverbios, redondeándolo sin pudor. Pero no debo desviarme...
Quizá fueran ya las cuatro de la tarde. El caso es que María, la madre de Jesús, aprovechando el breve descanso, fue a depositar el reducido hato de viaje sobre las puntas de sus polvorientas sandalias de cuero de camello. Y advirtiendo la proximidad de Caná, en un gesto típicamente femenino, procedió a ordenar y alisar sus generosos, negros y discretamente nevados cabellos. Dejó escapar un largo suspiro y, por casualidad, el verde hierba de sus hermosos ojos almendrados fue a descubrir algo entre el manso y dorado oleaje de los trigales, a la izquierda de la senda que nos conducía. No dudó. Y tampoco preguntó. Aquél era su estilo: decidido y, en ocasiones, peligrosamente irreflexivo. Esta forma de ser de la Señora había constituido un casi permanente manantial de conflictos. Su Hijo primogénito, entre otros, como espero ir narrando, fue testigo de excepción de cuanto afirmo.
De la mano del mayor norteamericano, el lector soñará, cabalgará por la Palestina del año 30, sufrirá, se emocionará... Descubrirá, por ejemplo, entre más de dos mil datos, la verdadera personalidad de algunos de los personajes que rodearon a Jesús de Nazaret. ¿Imaginó que Poncio Pilato fue en realidad un demente? Cesarea. Caballo de Troya 5, un relato vibrante, meticuloso y concienzudo, le abrirá las puertas de un mundo silenciado por los evangelistas. Sea creyente o no, de algo puede estar seguro: este libro le marcará para siempre. Y un consejo: no se alarme cuando alcance el final. J. J. Benítez es así...
Fragmento del libro, Caballo de Troya 5 Cesarea:
El diario
(QUINTA PARTE)
«-¡Enterrados!...
David, el anciano sirviente, comprendió lo inútil de sus gritos y lamentos.Ismael, el saduceo -implacable y sin entrañas-, había ejecutado parte de su diabólico plan.
-¡Enterrados vivos! -gimió mi acompañante, dejándose caer sobre los peldaños qué conducían a la gruta. Y este torpe explorador, con las palmas de las manos fundidas a la áspera muela que acababa de ser removida por el sacerdote, se quedó en blanco.
Por primera vez en aquella intensa odisea por las tierras de Palestina un terror desconocido me paralizó. ¿Qué fue lo que me doblegó? Ni siquiera ahora, al ordenar los recuerdos, consigo despejarlo. Quizá fuera el pavor del criado -más consciente que yo de la crítica situación- lo que me contagió.
Quizá también -y no fue poco- el dramático hecho de hallarme desarmado y sin la menor posibilidad de recurrir a la vital «vara de Moisés». A buen seguro, los dispositivos de defensa me habrían ahorrado los angustiosos instantes que se avecinaban.
¿Cuánto tiempo transcurrió? Imposible calcularlo. Una y otra vez, la escasa lucidez de quien esto escribe bregó por ponerse en pie. Finalmente la vi apagarse, desapareciendo. Hoy creo intuir lo ocurrido. Y me estremezco.
Habíamos sido entrenados para casi todo, menos para un ataque de ansiedad aguda. Porque de eso se trataba. Aquella súbita y demoledora emoción -aquel pánico- anuló todo resto de pensamiento racional. Y la Operación -¡Dios santo!- se tambaleó en el filo de un precipicio.
Petrificado frente a la roca, ajeno al convulsivo llanto de David, en uno de los escasos destellos de cordura, comprobé con desolación cómo la fuerza muscular no respondía. Y fui presa de una debilidad motora generalizada. El vértigo no se hizo esperar. Traté de aferrarme a la piedra. Pero las manos temblaron, incapaces de obedecer. Y un sudor denso precedió a la inevitable taquicardia. Creí morir. Un punzante dolor precordial fue el último aviso.
Y en mitad de la negrura los pulmones fallaron y el organismo entró en un peligroso proceso de alcalosis respiratoria secundaria.
No recuerdo mucho más. Debí derrumbarme, cayendo de espaldas sobre el rugoso pavimento calcáreo.. Fue lo mejor que pudo ocurrirme.
En esta nueva entrega -siguiendo el diario del mayor norteamericano-, J. J. Benítez, entre miles de datos técnicos e históricos rigurosamente comprobados, le adentrará en capítulos que fueron sospechosamente silenciados por los evangelistas. Apariciones de Jesús de Nazaret tras su resurrección: sabía usted que fueron muchas más de lo que cuentan los Evangelios? Primer cisma entre los discípulos: por qué nadie habló de ello? Análisis del ADN: otra demoledora «sorpresa»... Por último, el ansiado tercer «salto» en el tiempo y la apasionante aventura del reencuentro con el Maestro. Un libro duro, valiente y tierno en el que el Hijo del Hombre aparece de nuevo, fascinando con sus palabras y su irresistible humanidad.
Fragmento del libro, Caballo de Troya 6 Hermón:
El diario
(SEXTA PARTE)
18 DE MAYO, JUEVES (AÑO 30)
«Me equivoqué, sí... Una vez más...
Pero Eliseo, mi entrañable compañero, supo esperar. Supo escuchar. Supo comprender. E hizo fácil lo difícil.
Como creo haber mencionado, los recuerdos, a partir de esa mañana del jueves, 18 de mayo, son confusos. Algo me transformó y dominó. Abandoné precipitadamente la Ciudad Santa y, olvidando la misión, galopé sin descanso.
«El Maestro nos esperaba...
»Su amor nos cubriría...»
¿Qué había sucedido en aquella larga y postrera presencia del rabí? Mejor dicho, ¿qué me había ocurrido?
No era yo. No era el científico que, supuestamente, debía valorar, contrastar y juzgar. Algo singular, en efecto, se instaló en mi corazón. En mi mente sólo brillaban un rostro, una frase y un guiño de complicidad...
«¡Hasta muy pronto!»
Estaba decidido. Lo haríamos..., ¡ya! Adelantaríamos el ansiado tercer «salto» en el tiempo. Él nos esperaba.
Pobre Poseidón. Apenas si le concedí descanso.
La cuestión es que, bien entrada la noche, Eliseo me recibía desconcertado. Y durante un tiempo -en realidad, todo el tiempo-, atropelladamente y sin demasiado acierto, intenté dibujar lo acaecido en el piso superior de la casa de los Marcos y en la falda del monte de las Aceitunas. Mi hermano, como digo, comprendiendo que algo no iba bien, se limitó a escuchar. Dejó que me vaciara. Después, tras una espesa pausa, señaló hacia las literas, sentenciando:
-Descansemos... Demos a cada día su afán. Mañana decidiremos.
A qué negarlo. Me sentí decepcionado. Insistí.
-Él nos espera...
No hubo respuesta. Yo sabía de su ardiente deseo. Él, como yo, había planificado la nueva aventura con tanta precisión como cariño. Sin embargo...
Ahora le comprendo y bendigo su templanza.
Ahí murió mi fogosa defensa. El cansancio tomó entonces el relevo y se hizo el silencio. Lo último que recuerdo es a un Eliseo de espaldas, enfrascado en la revisión de los cinturones de seguridad que peinaban la solitaria cumbre del Ravid.
Sí, mañana decidiríamos...
Nahum -La ciudad de Jesús- abre una nueva etapa en la serie "Caballo de Troya". En esta séptima entrega del mayor norteamericano que viajó a la Palestina del siglo I todo cambia. Descubrir la trama no es aconsejable. Usted, probablemente, no dará crédito a lo que lea en sus páginas. Quizá tengo razón, pero no olvide que la verdad supera siempre a la ficción. Sí, podemos asegurarle que si se decide a leer Nahum, sus certezas religiosas saltarán por los aires, afortunadamente. Nada de lo que se considera oficial y ortodoxo guarda relación con lo escrito en "Caballo de Troya". Dicho queda.
Fragmento del libro, Caballo de Troya 7 Nahum:
El diario
(SÉPTIMA PARTE)
17 DE SEPTIEMBRE, LUNES (AÑO 25)
Aquel amanecer se presentó extraño; hermoso e incierto al mismo tiempo. Los relojes de la «cuna» marcaron el orto solar a las 5 horas, 16 minutos y 6 segundos.
Una espesa niebla ocultaba la cumbre principal del Hermón. Lenta, sin prisas, rodaba pendiente abajo, devorando los bosques de cedros. No tardaría mucho en alcanzar también la explanada en la que se levantaba nuestro campamento. El sol, naranja, se anunciaba ya entre los blancos y largos jirones de la inesperada niebla.
La tienda de pieles del Maestro aparecía recogida y dispuesta para el transporte. Y junto a ella, el saco de viaje de Jesús de Nazaret.
Eliseo tampoco se encontraba en el campamento. Supuse que ambos podrían hallarse en la «piscina», en la zona de las cascadas.
Y digo que aquel lunes, 17 de septiembre del año 25 de nuestra era, se presentaba incierto porque, para estos exploradores, todo era nuevo. Nada sabíamos de los planes del Maestro. El Destino quiso que diéramos con Él cuatro semanas antes y que tuviéramos la fortuna de ser testigos de un suceso del que no hay constancia y para el que, sinceramente, no tengo explicación: el proceso (?) de recuperación (?) o materialización (?) de la naturaleza divina. Desde el punto de vista de la comprensión humana, al menos desde mi corto conocimiento, ese cambio (?) resulta difícil de entender, aceptando que se tratara de un cambio. Sea como fuere, lo que contaba es que aquel Hombre, a partir de agosto del año 25, se transformó en un ser muy especial (más todavía).
Para quien esto escribe, la definición más aproximada sería «Hombre-Dios», tal y como he manifestado en otras páginas de este apresurado diario. Es decir, un Hombre con un poder que nada tenía que ver con la mísera naturaleza humana. Algo nunca visto en la historia del mundo. Éste era nuestro amigo y ésta, la nueva misión: seguirlo día y noche y dar testimonio de cuanto viéramos y oyéramos. Me apresuré a desmontar la tienda y revisé los petates. Sospechábamos que Jesús regresaría al yam (mar de Tiberíades), aunque, como digo, ignorábamos sus planes. Las noticias proporcionadas por el Zebedeo padre terminaban ahí: «En el mes de ti¡sri (septiembre-octubre), el Maestro descendió del Hermón...». ¿Se trasladaría a Saidan, al viejo caserón de los Zebedeo, a orillas del lago? ¿Cuáles eran sus intenciones? ¿Se aproximaría al yam por la ruta acostumbrada? ¿Se desviaría hacia Nazaret? ¿Cuánto tiempo dedicaría al viaje de regreso? Estas cuestiones, en esos momentos, me mantenían relativamente preocupado. Hacía casi un mes que habíamos abandonado la cumbre del Ravid y, aunque la «cuna» se encontraba en las mejores manos -las de «Santa Claus», el ordenador central-, la seguridad de la nave seguía siendo una de nuestras prioridades. Debíamos regresar lo antes posible. Pero quizás el mayor desasosiego lo provocó la alarmante escasez del fármaco que actuaba como antioxidante (dimetilglicina) y que, como se recordará, trataba de frenar el mal que nos aquejaba, consecuencia de las sucesivas inversiones de masa de los swivels. Al repasar la «farmacia» de campaña, verifiqué lo que ya sabía: sólo quedaban dos tabletas. Al día siguiente, martes, el tratamiento se vería inexorablemente interrumpido, animando así, en teoría, la producción de óxido nitroso (NO) que estaba «canibalizando » nuestros cerebros. Esto, en suma, como ya expuse en su momento, podía significar una catástrofe...
En cuanto a las provisiones, reducidas a unos pocos huevos y a los recipientes que contenían sal, aceite, vinagre y miel, casi ni lo consideré. La invasión de las hormigas arbóreas, las insaciables camponotus, había malogrado muchas de las viandas pero, como digo, ése no era el principal problema. Nuestras bolsas de hule conservaban buena parte del dinero con el que iniciamos esta nueva exploración (treinta denarios de plata). Al entrar en la cercana aldea de Bet Jenn podíamos adquirir todo lo necesario. «Por cierto -seguí reflexionando-, hoy es lunes, uno de los días en los que el joven Tiglat, el fenicio, debe aprovisionar el campamento. Si el Maestro se dispone a dejar estas cumbres, ¿cómo piensa resolver el asunto de los víveres?» ¿El Maestro? ¿Eliseo? ¿Dónde demonios estaban? Inspeccioné el banco de niebla. Proseguía el descenso, lamiendo ya los corpulentos cedros que rodeaban la explanada por la cara norte. En cuestión de minutos cubriría el campamento, haciendo muy difícil el avance de estos exploradores. Pero mis pensamientos regresaron a los antioxidantes. Los cálculos habían fallado. Si Jesús de Nazaret no retornaba al lago de inmediato, ¿qué podíamos hacer? La reserva de fármacos finalizaba, justamente, ese lunes... Y los viejos fantasmas se presentaron de nuevo. ¿Qué sucedería si las neuronas se colapsaban y provocaban un accidente cerebrovascular? ¿Qué sería de nosotros ante una súbita pérdida de memoria o de visión? En ello estaba cuando, de pronto, en el fondo del saco, mis dedos tropezaron con la pequeña plancha de madera, obsequio de Sitio, la posadera del cruce de Qazrin. Casi la había olvidado.
«Creí no tener nada, pero, al descubrir la esperanza, comprendí que lo tenía todo.» La leyenda, en coiné (griego internacional), me conmovió. Y sentí una cierta vergüenza. ¿No había aprendido nada en aquellas cuatro semanas junto al rabí de Galilea? ¿Por qué me preocupaba? Según el Maestro, todo estaba en las manos del Padre...
Si no es fácil describir los siete anteriores volúmenes de la serie «Caballo de Troya», la octava entrega Jordán supera todo lo imaginable. No se esfuerce. Su imaginación se quedará corta. En Jordán, usted quedará atrapado, y arrastrado por las sorpresas. Nadie, hasta hoy, ha narrado con tanto detenimiento el supuesto «bautismo» de Jesús de Nazaret. Nadie se había atrevido a relatar, con semejante crudeza, lo que pudo ocurrir en aquella histórica jornada, en uno de los afluentes del río Jordán. ¿Sabía que el Maestro nunca se retiró al desierto, y que no fue tentado por el diablo?. Nunca, tanto, le parecerá tan poco.
Fragmento del libro, Caballo de Troya 8 Jordán:
El diario
(OCTAVA PARTE)
4 DE NOVIEMBRE, DOMINGO (AÑO 25)
Nos alejamos de Enaván, y de sus manantiales y lagunas, sin mirar atrás y con prisa.Para ser sincero, el de la prisa era él, Yehohanan, el Anunciador, el enigmático judío de dos metros de altura y las siete trenzas rubias hasta las rodillas. Era él quien avanzaba a grandes zancadas por uno de aquellos senderillos que parecía llevarnos, irremediablemente, a la verde y poco recomendable jungla del río Jordán. Todo era nuevo para quien esto escribe; tanto el paisaje como las intenciones del predicador. Ni siquiera sabía por qué estaba allí, tras sus pasos. El me reclamó bajo el árbol de «la cabellera» («¡Vamos! —ordenó—. Te mostraré mi secreto»), y yo, hipnotizado, me fui tras él. ¿Qué secreto? ¿De qué hablaba? ¿Por qué Jaiá, la anciana esposa de Abá Saúl, había tratado de retenerme en la aldea de Salem? ¿Por qué habló de «peligro»? Dijo haber tenido un sueño, e imploró para que no retornara junto al Anunciador.
Era mi Destino. Ahora lo sé. Mi «Tikkún»...
Ni siquiera se volvió. Supongo que dio por hecho que lo seguía. Era evidente que conocía el camino. Observé nuevamente el cielo. El sol, en el cenit, empezó a desaparecer a intervalos, borrado sin el menor respeto por un denso e interminable frente nuboso. Fue como un presagio...
« ¡No vayas!... ¡Tuve un sueño!... ¡Hijo, no vayas!»
Y ahora me pregunto: ¿hubiera sucedido lo que sucedió de haber permanecido en Salem o en los lagos de Enaván? Sospecho que sí. Tarde o temprano tenía que llegar...
Los «cb» (cumulonimbos) se presentaron prácticamente de improviso. Era lógico. Nos hallábamos en el inicio de la época de lluvias. Casi lo había olvidado. Y al examinar los altos y negros nubarrones procedentes del Mediterráneo, la veloz masa nubosa terminó situándome de nuevo en la realidad. No tardaría en llover. Fue entonces cuando empecé a percatarme de lo precario de mi situación. Caminaba hacia la selva jordánica, sin saber por qué ni por cuánto tiempo. ¿Me hallaba a las puertas de una de las acostumbradas ausencias de Yehohanan? ¿Qué pretendía? Con las prisas, aunque logré regresar a la aldea y recuperar la «vara de Moisés», no tuve la precaución de hacerme con el saco de viaje. ¿Quién podía imaginar que, horas después, terminaría alejándome del grupo y en la nada agradable compañía de aquel perturbado...? Pensé en los antioxidantes. Las tabletas de dimetilglicina eran esenciales para combatir el exceso de óxido nitroso en el cerebro. Cualquier descuido, en este sentido, era peligroso.
Quizá exageraba. Quizá había empezado a dejar volar la imaginación, como siempre. Quizá Yehohanan sólo pretendía mostrarme algo. Después regresaría a Salem, a la casa del sabio Saúl. Quizá...
La distancia de Enaván al filo de la jungla era, poco más o menos, de dos kilómetros. Al llegar al enredado boscaje, sin dudarlo, el Anunciador evitó la pared de espinos y árboles y prosiguió hacia el sur, en paralelo a la bóveda vegetal que prosperaba a expensas del río Jordán. Respiré con cierto alivio. Aquella jungla, siempre en penumbra, aparentemente cerrada e impracticable, de la que procedían toda suerte de sonidos, no era de mi agrado.
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